Ladrando Claro
Por Pablo Pérez
Hace unos días el académico Carlos Pérez Ricart publicó un muy desafortunado comentario en Twitter (¿twiteó? ¿exeó?) en el que defendía la candidatura de Omar García Harfuch a la jefatura de gobierno de la CDMX de la siguiente manera: «señalar que un policía no puede ser jefe de gobierno… por el solo hecho de ser policía es un argumento que exhala clasismo», hizo después un muy pobre esfuerzo por apuntalar su argumento al decir que proviene de la ignorancia de la labor policiaca en esa y otras ciudades del mundo.
Pero no estamos en «ciudades del mundo», estamos en nuestras ciudades de México.
Porque muy aparte de la teoría académica sobre la labor policiaca, está la experiencia que vive cada ciudadano. No hay mejor manera de darnos cuenta lo que la policía representa que consultar los resultados de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE) que desde hace 13 años incluye entre sus preguntas una evaluación de la confianza que los mexicanos tienen o no en las instituciones.
El resultado al 2023 es clarísimo, el 57.8% de las y los ciudadanos considera a la policía ministerial corrupta, métrica que solo va creciendo por institución hasta el 74.9% que desconfía de la policía de tránsito.
Ninguna parte del aparato de justicia se salva, más de la mitad de la población mexicana desconfía de todas ellas.
Dejando de lado las múltiples dudas pendientes sobre la honestidad de García Harfuch (Témoris Grecko planteó 11 muy buenas preguntas para el funcionario, hablando tan solo del caso Ayotzinapa), la desconfianza de alguien con antecedentes policiacos es solo la consecuencia directa de la manera en la que la policía ha interactuado históricamente con la sociedad.
Prácticamente a cualquiera que se le pregunte contará una historia sobre detenciones irregulares, usurpación de funciones, uso excesivo de fuerza o extorsión de parte de algún policía, esto se extiende a jueces, ministerios públicos y fiscales, dejando perfectamente claro por qué hay tantos delitos que simplemente nunca se denuncian.
La desconfianza no llegó sola ni es resultado de una administración, pero aunque sea una herencia histórica, sí es un problema que le atañe a los gobiernos en turno, de todos los partidos y en todos los niveles.
Y ahí es donde sí debemos voltear a la academia y especialmente a otras regiones del mundo, sobran estudios que demuestran lo que sí funciona en países que normalmente consideramos más seguros, como Finlandia o Dinamarca, e incluso algunos que nos sorprenden, como Singapur, en dónde solo el 7% de sus habitantes desconfía de la policía.
La acción más decisiva, al parecer, es el combate a la corrupción.
Vivimos el último año de una administración que planteó desde el primer día combatir la corrupción que reina en las instituciones del estado y hemos visto apenas los inicios de procesos legales contra unos pocos exfuncionarios acusados de enriquecimiento ilícito, aceptar sobornos para favorecer intereses particulares o utilizar fondos públicos para financiar campañas políticas, procesos todos muy necesarios.
Por otro lado, las acciones para mejorar la confianza de la ciudadanía en las instituciones de seguridad se han limitado a repetir lo que no funcionó en el pasado y la creación de la Guardia Nacional que, aunque no genera tanta desconfianza en la población (30.1%), ya se coloca bastante peor que el ejército (25.1%) y la marina (19.7%).
Por eso me parece tan relevante hacer la precisión sobre el comentario acerca del rechazo de la gente en Ciudad de México (y muchas otras) a tener un policía en puestos como jefe de gobierno, alcalde, o gobernador.
Se intenta culpar a la ciudadanía de clasismo por rechazar a quien representa la institución peor calificada del gobierno, algo que solo muestra lo poco que esta administración y las pasadas han hecho para limpiar la imagen de las autoridades (culpar a la víctima tiene un nombre: “gaslighting” y es uno de los síntomas más comunes de una relación violenta).
No es un asunto de clase, es un asunto de confianza, una confianza que no se obtiene por decreto, se gana con resultados.