Por Pablo Pérez *
Con un año de anticipación nos pidieron comparar a un grupo de políticos por su carisma en redes sociales, la capacidad que tienen de contestar los señalamientos de el de enfrente, el historial que más o menos conozcamos de ellos, o simplemente su popularidad.
¿Y los proyectos? No, no pudieron hablar de eso porque sería un delito electoral hacerlo fuera del periodo de campañas que comienza hasta marzo.
Entonces nos quedamos muy tranquilos viendo como las y los políticos de uno y otro lado recorrieron todos estados haciendo actos públicos como si se tratara de elegir a Miss Simpatía.
Por más de dos meses estuvimos discutiendo sobre el pasado de cada uno, de quién se hablaba más en “la mañanera” o se publicaban más noticias en tal o cual medio, si tenían más o menos bardas pintadas o si había o no acarreo en los eventos que no eran de campaña.
Discutimos tanto que se nos olvidó que todo el proceso fue irregular y que todos los partidos y candidatos parecieron hacer un pacto tácito para no respetar la ley.
Buena parte del discurso público funciona así, nos lleva a concentrarnos tanto en un detalle que terminamos por omitir el fondo. No se necesitan noticias escandalosas o extraordinarias, simplemente algo que impacte lo suficiente en la narrativa de la mayoría, que enganche nuestras emociones y nos haga querer participar de la discusión de ese tema en específico, aunque haya algo más importante detrás.
Así hicieron las y los políticos de la actual oposición cuando a principios del sexenio se planteaba la necesidad de un proceso de justicia transicional para mejorar las condiciones de seguridad, uno de los temas que más nos duele como país. Todo proceso de este tipo incluye un mecanismo de amnistía que de inmediato fue rechazado con el argumento: “van a liberar a los criminales”.
Ejemplos de otros países avalan ampliamente la medida aplicada a cierto tipo de presos como parte de un proceso de pacificación, que tanto nos urge, pero el comentario de la oposición solo llegó, de manera muy efectiva, hasta el comprensible miedo del ciudadano de a pie a que los criminales queden impunes.
Así estamos hoy sin la prometida justicia transicional y con la misma violencia de antes, o más. A pesar de una ley de amnistía que sólo ha liberado a poco más de 300 personas de las seis mil que se verían beneficiadas por haber cometido delitos de bajo impacto.
Curiosamente el mismo argumento usó el oficialismo cuando la Suprema Corte de Justicia de la Nación propuso remover la medida de prisión preventiva oficiosa. Abundan las evidencias a nivel global de lo inadecuado de la medida, de su carácter violatorio de los derechos humanos y de la presunción de inocencia, pero nuevamente se puso el grito en el cielo: “van a liberar a los criminales”.
Entonces nos quedamos con una medida que tiene en la cárcel, sin condena, a más de 80 mil personas en México.
Claramente a nadie le gusta la impunidad, en un país donde solo se lleva a la justicia al 7% de las personas que infringen la ley es el factor principal por el cual los delitos no se denuncian. Al mismo tiempo queremos que ese 7% reciba absolutamente todos los castigos posibles, a toda costa, por menor que sea su falta.
Y nos olvidamos que acabar con la impunidad es un proceso lento y laborioso que requiere que algunas personas reciban amnistía y que otras, de acuerdo a las condiciones del delito del que se les acusa, lleven a cabo su proceso legal en libertad. Por temor a la impunidad defendemos las medidas que la sostienen.
Avanzamos a cuentagotas mientras vemos cómo de ambos lados se le ponen frenos a la justicia con un discurso que se aprovecha de nuestro miedo a que la justicia nunca llegue.
Ojalá no se nos olvide que quienes lleguen a las candidaturas para las próximas elecciones iniciaron este proceso apostando a salir impunes por sus violaciones a la ley electoral y que inevitablemente nuestra próxima presidenta o presidente será uno de ellos.