Ladrando claro
Por Pablo Pérez
A Armando Martínez se le fueron las redes encima cuando dijo que le gusta más la comida de Washington que la de México, a su hermano Jairo por afirmar que prefiere comer “solo chicken” para que no le caiga pesado y a Yahritza por hacerle el feo a un refresco en bolsa de plástico de esos que la verdad nadie de menos de 30 conoce en este país, porque desde que hay botellas de PET, el de la tiendita no necesita servirlo así para quedarse con la botella de vidrio retornable.
Que tres chicos que nacieron y crecieron (menos Armando, que llegó a los 3 años) en el extranjero tengan o no la obligación de “ser mexicanos” es muy debatible.
Lo que sí es imperdonable es que muchos de los comentarios en contra de los tres hermanos se basaban en su apariencia y su color de piel: “¿Cómo no les va a gustar la comida mexicana si están más prietos que yo?”, “¡Pinches caras de indios y se creen gringos!”, “Tizoc I y Tizoc II”.
Eso es, simple y llanamente, una de las caras más feas del racismo mexicano. Ese racismo tan enraizado en nuestra cultura y nuestra sociedad que es el primer recurso al que se acude cuando se quiere insultar, degradar y menospreciar a alguien que, la verdad, es como nosotros.
Me llama la atención cómo esto se cruza con algunas de las críticas a los nuevos libros de texto gratuitos. Específicamente en redes se señaló una lección donde se insta a llas y los niños a reflexionar sobre si está bien que la negrita Cucurumbé quiera cambiar y por qué quería ser blanca mientras en otra página una niña me’phaa explica porqué está bien hablar en la calle la lengua de su gente.
Muchos críticos de los nuevos textos se indignaron porque dicen que es hablarles a las y los niños de un racismo que no existe en México: “donde todos somos mestizos”.
Hay mucho que criticar en los nuevos materiales educativos; la forma en la que se emitieron, la falta de pulcritud en algunas secciones, la necesidad aún no aclarada de capacitar a las y los maestros en el uso de materiales que significan un cambio considerable de los modelos educativos anteriores (han sido por lo menos cinco).
Pero es interesante que lo que más le duele a algunos es que señalan a México como un país racista la misma semana que “pinche indio” se usa como uno de los insultos de moda en las redes de todo el país.
La necesidad de hablar del tema, con niños, niñas, personas adultas y todos los que integran nuestra sociedad, no puede ser más evidente. Más allá de que pensemos que los libros estén listos o no para ser distribuidos.
No sé si lo logren con dos lecciones en seis años escolares, pero tal vez los niños y niñas que lean y discutan en clase sobre la negritud en una canción infantil o la validez de la identidad indígena en nuestro país no recurran tan fácil al: “pinche indio” como insulto en diez o quince años, y eso estará bien.
También sería muy bueno para que alguien que está en el proceso de reconocer y expresar
su identidad, no reciba acoso escolar si esta es diferente a la de los demás.O que a quienes provienen de una familia no tradicional, no les de vergüenza decirlo por temor a recibir burlas de sus compañeros.
Si estos libros, hablando estrictamente de su manejo de temas de diversidad y tolerancia,
ayudan a que alguien que transita por la infancia lo haga de manera más feliz y se sienta
más parte de una comunidad que debe acoger y proteger a todas las infancias por igual;
veo muy miserable que justamente sean esos esfuerzos los que critiquen varias organizaciones con fines claramente políticos.
Al igual que las críticas a los jóvenes músicos, en el caso de los libros de texto «lo que dice
Juan de Pedro dice más de Juan que de Pedro».
Los que critican a Armando Martínez y sus hermanos lo hacen porque según ellos: “no se
sienten mexicanos a pesar de su color” cuando todo lo que él hizo fue decir que prefiere la
comida de su pueblo por sobre cualquier otra. En nuestro país esa nostalgia tiene un
nombre, se llama “jamaicón” y es, sin duda, el sentimiento más mexicano que existe.
Y, ya en serio. ¿A quién no le gusta el chicken?
Pablo Pérez (@paperjourno) es periodista y productor audiovisual, de niño quería ser parte de la tripulación del Capitán Cousteau. Estudió Ingeniería Bioquímica, es ganador de un Premio Nacional de Periodismo que lo usa como tope de puerta, es contador de historias y muy crítico de narrativas engañosas.
