Por Pablo Pérez
Con la edad nos damos cuenta que muchas cosas de las que estábamos profundamente convencidos, no son tales.
Un poco como las personas imaginarias que nos traen regalos en Navidad por nuestro supuesto buen comportamiento, esas desilusiones fueron mucho menos impactantes que las que va encontrando uno con los años.
Por ejemplo, cada día estoy más convencido de lo nocivo que es el concepto del debate, tan implantado en nuestra vida pública. Cualquiera me puede decir que sí hay buenos debates en los que una u otra de las partes presentan argumentos convincentes que no habían cruzado antes por nuestra cabeza.
Pero, ya en serio, ¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión por un debate en vez de apoyar a quien exponía esas ideas que ya tienes? ¿De verdad un debate entre candidatos a algo demuestra su aptitud para gobernar/administrar/regular o solamente sus habilidades para debatir?
¿Es verdaderamente una forma de exponer la diversidad de las ideas, cómo nos enseñaron en alguna de las clases más aburridas de la escuela, o solo una manera de antagonizar a partir de nuestras ideologías?
Hay maneras de determinar la verdad, o lo más cercano a ella, y ninguna tiene como prioridad convencer al público ni descalificar al oponente sino mostrar y analizar hechos. Darle tanto valor al debate nos lleva, por poner un trágico ejemplo, a que estemos en pleno siglo XXI discutiendo si se deben o no aplicar vacunas que se ha demostrado con cifras y datos duros que han salvado tantas vidas.
También me incomoda cada vez más la idea de que “convencer” es la manera de llegar al poder o la función pública.
Ante un electorado que está sólo pendiente de los medios, viejos y nuevos, la democracia se convierte en un concurso de popularidad durante el cual las diferencias se vuelven irreconciliables y la negociación, que debería ser fundamental en los gobiernos plurales, se vuelve tan imposible como las acciones individuales ante la amenaza de perder el apoyo de la figura carismática que encabeza un partido.
Así, nos fijamos constantemente en cómo las encuestas se transforman en esos “otros datos” que terminan siendo muchos más importantes que la información factual.
La popularidad ganada a golpe de propaganda determina de qué lado se inclinaría el próximo sexenio y a pesar de que los hechos nos dicen que nos urgen medidas de justicia y pacificación, el discurso oficial se plantea en que lo realmente relevante es obtener, a cualquier costo, una mayoría calificada en el legislativo para llevar a cabo reformas profundas a la constitución, no importa que durante 4 años no se haya ni siquiera intentado aplicar las leyes vigentes. ¡Nos han convencido que lo qué necesitamos son leyes nuevas!
Solo puedo pensar como alternativa en las organizaciones independientes, algunas desde la academia y otras desde la ciudadanía, justo esas que criticaron a los gobiernos anteriores y ahora critican al actual.
Claro que estas instituciones también son cuestionables en muchos casos, pero son las que sí pueden y deben llevar el debate público, porque no podemos dejarnos convencer por quien está en el poder o lo busca, ahí directamente hay conflicto de interés.
Especialmente si, como en gobiernos pasados y el actual, el poder se vuelve fuente de muy lucrativo trabajo para toda una familia.
De verdad quisiera decir como cuando abandonamos la infancia, que la democracia son los papás, pero por ahora solo me queda la incredulidad en un sistema que claramente no está funcionando.
Tal vez la reforma profunda que necesitamos es otra y es el momento de dejarle claro a los políticos que no queremos escucharles hablar, no nos importa su habilidad de convencer ni de hacer acuerdos ni los muchos argumentos que nos dan siempre para que les regalemos ese trabajo que tanto ansían.
Nos debe en cambio importar lo que las evaluaciones independientes hacen de los resultados de sus gestiones pasadas. Eso les aterra, por eso Peña les decía “lo bueno casi no se cuenta” y a el actual ejecutivo las descalifica a priori por “opositoras” y “conservadoras”.
Por eso sostengo qué si a los políticos los juzgamos por resultados y no por sus discursos de autopromoción tal vez podamos llegar a una vida pública más madura, porque ya no somos niños y merecemos la verdad mucho más que historias bonitas o que nos premien con baratijas por “estar del lado de los buenos”.