Por Danielle R. Cruz
Junio es un mes extraño si eres una persona LGBT+ en medios o en la industria de contenidos digitales: todo gira alrededor de “celebrar” la diversidad… pero de formas que no sean “agresivas”, que no espanten a los clientes, que sean “adecuadas para nuestra audiencia”, que “le agraden al algoritmo”. Junio, como persona LGBT+, se siente siempre como una celebración para ti donde nadie recordó invitarte.
Cada año, junio se sentía como el mismo mes año con año: coberturas de pared a pared sobre temas LGBT+, visibilidad y denuncias contra el borramiento de las identidades trans, nb y bisexuales dentro del colectivo, luchas por recordar la protesta en medio del gozo y la fiesta corporatizada… Pero este año es diferente. Este año se siente mucho más urgente y, al mismo tiempo, superfluo y repleto de lugares comunes que continúan invisibilizando el creciente odio antitrans.
En Estados Unidos, Argentina, Inglaterra y El Salvador siguen impulsándose leyes que empujan hacia la criminalización de la existencia pública de personas trans. Las plataformas digitales como Meta, Twitter y Google han desarmado los pocos (y mal desarrollados) frenos al discurso de odio, específicamente, odio LGBT+. En los países, como el nuestro, donde sí se celebra el Pride, la cooptación de las autoridades y empresas diluye por completo las protestas históricas, actuales y urgentes de la lucha interseccional que siempre ha sido el movimiento queer/cuir/marika/bollero.
Mientras que para millones de personas LGBT+ en todo el mundo, nuestra existencia se siente cada vez más sitiada y vigilada, la jefa de gobierno de la CDMX —en vez de empujar legislación que por fin trace un camino legal al reconocimiento de identidades no binarias e infancias trans o que garantice derechos básicos de vivienda, salud o trabajo a las poblaciones LGBT+ migrantes y en situación de calle— decide que todo se resuelve con sesiones de fotos con colectivos y ONGs cercanas a su gobierno y una “bandera humana monumental” en el zócalo capitalino.
Pero todo lo que hemos estado viendo este año, tanto el performance de las autoridades mexicanas como el creciente número de leyes contra la existencia plena y libre de las personas trans, no ocurrió solo en el transcurso de este año, ni es producto de discusiones en redes sociales (o, al menos, no sólo es por eso). Como señala Judith Butler en Who’s Afraid of Gender? (Farrar, Straus and Giroux, 2024), estos ataques y retrocesos forman parte de un mismo continuum antiderechos que lleva por lo menos 60 años construyendo una base de opinión que ha modificado la forma como se piensa y se (mal) entiende el género y sus implicaciones políticas.
Los avances que la comunidad LGTB+ ha logrado en esos mismos 60 años se han enfocado en la visibilidad, inclusión y garantías de derechos básicos. Lo hemos visto con el empuje por la legalización del matrimonio igualitario en todo el mundo y, con ello, la normalización de la existencia de parejas de hombres gay cisgénero en todos los ámbitos de la vida pública.
Esto, que sin duda debería de ser celebrado como un logro, también ha representado una crisis dentro del movimiento de liberación queer. José Esteban Muñoz escribe en Utopía Queer cómo fue que ese primer empuje luego de Stonewall silenció y quiso invisibilizar las demandas más “extremas” de colectivos trans y disidentes de género, algo que, hasta nuestros días, es señalado de forma constante por grupos asimilados: “no hay que presionar, no hay que molestar”.
Ya sean representantes estadounidenses como Sarah McBride –la primer representante trans en el congreso de ese país, o periodistas gays “históricos” en México, estos grupos asimilados insisten en que la pérdida de derechos para la población LGBT+ es responsabilidad directa de la creciente visibilidad de temas trans, de que nuestros colectivos “piden demasiado, mal, de malas y con prisa”.
La dignidad por la que luchamos como colectivo no puede estar a negociación para lograr victorias pírricas. Cuando, al año siguiente de la revuelta de Stonewall, la directiva cis-gay del primer Pride de Nueva York quiso negarle el micrófono a Sylvia Rivera, ella logró subirse al escenario y les recordó que la lucha comenzó siempre desde los márgenes trans y racializados, que las victorias políticas no pueden llamarse simplemente “logros” si no significan la mejoría de la vida cotidiana de todo el colectivo.
La política de la disidencia queer no siempre atraviesa la lógica partidista o del Estado, no puede medirse con entregables, juntas con autoridades o becas. La política cuir ocurre desde lo cotidiano: en los albergues que abrigan y dan comida caliente a las personas más vulneradas y vulnerables de esta “comunidad”. La política de nuestra lucha, también, está en las redes de amistad y en la comunidad que salva la vida, que provee gratuitamente medicamentos que el Estado niega. No en un escritorio, no en una columna en un medio. Tampoco en mi opinión.
