Por Pablo Pérez*
Si hablo de “La colombiana de estudio Ghibli” seguramente no tengo que explicar el mame ni el meme de las últimas dos semanas, pero ahí va para las dos personas que no se enteraron.
Se trató de que una chica, Geraldine Fernández, alcanzó sus 15 minutos de fama porque le contó a alguien que había participado como ilustradora en la última película de Hayao Miyazaki.
Ese alguien le contó a alguien más que le contó a alguien más, hasta que llegó a un periodista que entrevistó a Geraldine, luego otro, ella hasta hizo videos explicando como se dibuja la animación cuadro por cuadro, la invitaron a conferencias, en pocas palabras se volvió el orgullo local.
Hasta que se dieron cuenta que ni su nombre salía en los créditos de la película en la que dijo haber colaborado, ni tenía lógica absolutamente NADA de lo que decía.
Las repercusiones para la mujer fueron terribles, fue despedida de su trabajo y tuvo que borrar sus redes sociales a través de las cuales hacía unos pesos extras como miles de diseñadores en todo el mundo.
La mentira de Geraldine y la tontería de mantenerla una vez que salió de su círculo inmediato e irla enriqueciendo cada día más hasta que se volvió insostenible, claro que es reprobable, pero hay que destacar que varios periodistas publicaron esta mentira y no hicieron nada por comprobar siquiera el más básico de los datos, cómo pedir una muestra de comunicación con el estudio o una constancia de trabajo, decir, aunque suene un poquito rudo:
“Oye, y de esto… ¿Tienes pruebas?”
Lo que a mí me preocupa son las veces que esto ha pasado en las que es justamente alguien desde el periodismo quien inicia la mentira, la amplifica y vive de ella.
Los ejemplos abundan, como el de Stephen Glass de The New Republic quién inventó por lo menos 27 artículos, Janet Leslie Cooke del Washington Post tuvo que devolver el Pulitzer que le habían otorgado por su historia sobre un niño de 8 años adicto a la heroína y Claas Relotius tenía el futuro asegurado en Der Spiegel hasta que la duda de un colega develó que casi todos sus 120 reportajes habían sido inventados.
En nuestro país, especialmente en un contexto en el que el oficio está tan mal pagado y la realidad es tán escandalosa, es fácil imaginar que para sobresalir haya que contar historias cada vez más extraordinarias.
Hay periodistas que son excelentes narradores pero basan sus publicaciones en fuentes «exclusivas» al interior de los grupos del crimen organizado o las altas esferas del gobierno. De muchos colegas no tengo ninguna duda por la pulcritud de sus trabajos, pero hay otros que curiosamente siempre consiguen la entrevista perfecta con el personaje que buscan y les dice lo que mejor funciona para el reportaje que están por publicar.
Aunque me consta que la suerte de reportero existe, también me consta que solo a veces.
El problema no es vivir de la ficción, sino promover narrativas periodísticas basadas en el consumo de historias más por morbo qué por información.
No digo que dudemos de todos los reportajes extraordinarios que se producen, pero ni la suerte de reportero funciona siempre, ni hay excusa para que tantos editores, de periódicos, revistas o libros, en nuestro país no se detengan nunca, ni una sola vez, a preguntar: “Oye, de esto… ¿Tienes pruebas?”.
Pablo Pérez (@paperjourno) es periodista y productor audiovisual, de niño quería ser parte de la tripulación del Capitán Cousteau. Estudió Ingeniería Bioquímica, es ganador de un Premio Nacional de Periodismo que lo usa como tope de puerta, es contador de historias y muy crítico de narrativas engañosas.